Si hay algo que verdaderamente me inquieta es la peligrosidad que implica algo tan cotidiano como manejar un automóvil o simplemente cruzar una calle como peatón en nuestra provincia. Pretender hacerlo con tranquilidad, esperar que autos y motos circulen a una velocidad razonable según el contexto urbano, o confiar en que se respete la norma de tránsito más básica y universal —detenerse en rojo y avanzar en verde— parece hoy, sencillamente, una utopía.
Puede sonar gracioso, pero en realidad es trágico: un sistema de señales que rige en todo el mundo desde hace más de 160 años, como lo es el semáforo, resulta aquí un adorno ignorado. A cualquier hora del día —ya sea en plena hora pico, como a las 13:30, o en plena madrugada— en cualquier esquina de Santiago del Estero, con o sin semáforo, uno es testigo de la violación sistemática de las normas de tránsito.
¿A quién debemos responsabilizar por esta absoluta falta de orden vial? ¿Será que los santiagueños somos inmunes a los accidentes y por lo tanto no necesitamos reglas? Nada más lejos de la realidad. En 2022, nuestra provincia encabezó el ranking nacional de accidentes de tránsito, con una tasa de 34,4 casos cada 100.000 habitantes. Dos años después, en 2024, la situación se tornó aún más alarmante: entre 400 y 500 accidentes mensuales, con picos de 50 a 70 durante los fines de semana. Y en lo que va de 2025, titulares como “Es una pandemia de accidentes de tránsito. La combinación de velocidad, alcohol y falta de formación es letal” reflejan que lejos estamos de asumir el problema, y por ende, aún más lejos de solucionarlo.
Lo más desconcertante es la aparente indiferencia de quienes deberían velar por el cumplimiento de las normas. Mientras a algunos agentes de tránsito parece alterarles más un vehículo estacionado cinco minutos de más en la Plaza Libertad, otras zonas verdaderamente críticas, como la intersección de calles Alem y Rivadavia, pasan desapercibidas a sus ojos, a pesar de que allí los accidentes —o los “casi accidentes”— son cosa de todos los días. No puedo contar cuántas veces estuve a punto de ser atropellada al llevar a mi hermana al colegio.
¿Entonces, quiénes son los responsables?
Esa pregunta me ronda la cabeza mientras transito por calle Lugones, esquivando motos que circulan en contramano. Debo avanzar con extrema cautela, temiendo no ver a alguna sin luces y terminar atropellándola. ¿Hasta qué punto nos hemos acostumbrado a esta desidia, a esta anarquía disfrazada de normalidad?
Sigo por calle Moreno. Otra moto circula en contramano para evitar un control policial, poniendo en riesgo a una madre que cruzaba —por el medio de la calle— con su hijo de la mano. Estuvieron a centímetros de ser embestidos. Me pregunto: ¿cómo se degradó tanto la figura del policía? ¿En qué momento se bastardeó una profesión que, en teoría, está para protegernos?
Ya en calle Libertad, observo una escena desgarradora: una ambulancia no puede detenerse frente a la puerta de una clínica porque un conductor dejó su auto mal estacionado para ir a la farmacia. ¿Dónde quedaron los valores? ¿Dónde está el respeto por el prójimo? ¡Estamos hablando de la entrada a un centro de salud! Me indigno en silencio.
Permítanme, humildemente, compartir una reflexión que he venido elaborando tras años de observar este flagelo. Toda acción que implica menor esfuerzo, pero transgrede la ley, el orden público o las buenas costumbres —y no recibe castigo— tiende a repetirse, a ser imitada, y a generar un desorden social que termina naturalizándose como parte del “folclore” local. Un folclore del que no nos enorgullecemos y que muchos sufrimos a diario.
Cualquier intento de control que no tenga como objetivo el cumplimiento real y efectivo de las normas es simplemente una pantomima. Lo vimos hace unas semanas con los operativos disuasivos en la Capital: generaron largas filas en agencias de seguros, pero no resolvieron el problema de fondo. Mientras; las salas de emergencia continúan recibiendo víctimas de accidentes evitables. Y los agentes de tránsito —aquellos que deberían representar la autoridad— son objeto de burla por parte de conductores que, al verlos, giran en U, se meten en contramano y siguen su camino como si nada.
¿Cómo llamar a esta situación sin caer en el ridículo? ¿Qué palabra le corresponde a una autoridad que es abiertamente ignorada? ¿Qué podemos decir de esos uniformados que ya no pueden dar la vida por su labor porque no cuentan con respaldo institucional, ni condiciones dignas de trabajo? ¿Qué se puede esperar de un cuerpo policial cuyos miembros cobran sueldos indignos, completamente desfasados del nivel de exigencia y responsabilidad que demanda su función?
¿Esta inacción de las autoridades es simple casualidad? ¿Negligencia? ¿O esconde algo más profundo que prefieren no revelar?
Quizás el problema radica en que el cumplimiento estricto de las normas de tránsito expone, con crudeza, una realidad social incómoda. Cuando un oficial detiene una moto por falta de seguro, de casco, por exceso de pasajeros —como ese padre que traslada a tres hijos porque no puede costear los boletos de colectivo—, o por la ausencia de luces y elementos básicos, se hace evidente que nuestra provincia está sumida en una pobreza estructural alarmante. Tal vez por eso, desde el poder político, se teme aplicar sanciones. ¿Será que multar o quitarle el único medio de movilidad y trabajo a miles de personas sería un riesgo social y político imposible de sostener?
La proliferación de motos en Santiago del Estero no responde a una pasión local por el motociclismo ni a un entusiasmo generalizado por el MotoGP. Es el resultado directo de una economía colapsada, con escaso empleo formal, altos niveles de desempleo y un sistema laboral que se sostiene, mayoritariamente, en la informalidad. Incluso la moto más económica representa un esfuerzo enorme para la mayoría de las familias.
¿Estoy culpando entonces a quienes se movilizan en moto? En absoluto. Hay muchísimas personas responsables, que cumplen con los requisitos legales y conducen con prudencia. Pero esas personas también son víctimas de quienes manejan como si la vida —propia y ajena— fuera un juego. Esta nota es también para ellos: para quienes, cumpliendo con todo, deben convivir a diario con la imprudencia ajena.
Planteado el problema, la pregunta es inevitable: ¿hay expectativas reales de mejora?
Solo una transformación profunda, basada en inversiones que generen empleo genuino, puede ofrecernos una salida. El verdadero ascenso social no vendrá de parches ni de campañas esporádicas, sino del acceso a oportunidades reales y sostenidas. Pero claro, ¿qué pasa si dejar de depender de un sueldo público —mínimo o no— significa también ganar libertad? ¿Será ese un riesgo que el poder prefiere evitar?
Hay una frase que conviene recordar: “Si no sos parte de la solución, sos parte del problema”. Esto aplica tanto a quienes gobiernan como a quienes administran. Tal vez el problema no sea solo de capacidad, sino también de voluntad.
Para cerrar, una reflexión que aún resuena con indignación: ¿qué pasó con el caso del funcionario de De la Rúa que atropelló a una señora de edad y no se detuvo? No solo nunca fue llamado a declarar, sino que el caso quedó en el olvido institucional. ¿Debemos suponer entonces que la vida de una ciudadana común vale menos que la de un dirigente? ¿Qué el hecho fue tratado con la misma indiferencia con la que alguien atropella a un animal en la ruta?
Qué peligroso es vivir en una sociedad donde la impunidad pesa más que la justicia, y donde la vida parece valer menos según quién seas.